Sobre lo de Nanterre


En Francia un joven muere a manos de un policía y se abren varias vías por las cuales el asesinato parece justificarse: era un delincuente, intentaba huir del agente, fue en defensa propia… La realidad es mucho más simple: el joven Nahel de 17 años era un indeseable para la sociedad francesa. La modernidad no siempre trae consigo a modernos, sino la venganza y el repudio nacidos de un resentimiento que permaneció estático, trasladado de generación en generación.


La brutalidad policial no solo la encontramos en el cuerpo armado de las “fuerzas de seguridad” sino que las mismas son desplegadas por toda una serie de dispositivos provenientes de lo que Foucault llamó en su día racismo de Estado. Lo ocurrido hace unos días en Nanterre al joven Nahel de 17 años no solo forma parte del cóctel compuesto por la militarización de la policía, el aumento constante de la financiación de los mismos y la radicalización sindical de las fuerzas del estado sino el eventual atropello y despunte propiciado por la aplicación de políticas neoliberales y la sostenibilidad de las dinámicas imperialistas propias de los estados modernos cuyo fin es la cada vez mayor fragmentación de una clase trabajadora que nunca puede reconocerse como parte de un conjunto mayor. La atomización neoliberal de los sujetos y el auge de los discursos sobre las minorías van encaminadas a un olvido del “otro” con el que siempre hemos convivido. Dentro de la maquinaria del estado de derecho deambulan fantasmas melancólicos y fanáticos que aún sostienen la figura del abogado jacobino Maximilien Robespierre o del desquiciado de Jean Jacques Rousseau como referentes del progresismo republicano. El reino del terror que supuso la revolución francesa extiende su sombra hasta nuestros días, tal vez no con guillotinas, pero sí cada vez más discretas formas de decapitación. "¿Para qué usar la cabeza si el estado moderno se hará cargo de todo ello?" La modernización del estado no necesariamente trae consigo a dirigentes modernos. 


En la cabeza está el problema como decía Tiqqun en un breve texto. La Bildung dentro del proyecto moderno sigue cargando con el miedo y defensa frente a lo desconocido. Semejante al mito de la horda primordial, se mata al padre, pero el mismo retorna aún más agresivamente. Por ello, siempre se encontrará con problemas de integración. La población es un recurso que se consumó y como todo bien ha de ser barato. Todo, también la vida, es optimizable. Europa consume cantidades ingentes de población y para ello los necesita sin recuerdos ni recursos. La solución que esos desgraciados e ineptos burócratas, que han colocado en el poder democráticamente la minusválida ciudadanía frente a una era de la información hipercompleja, suele ser ensanchar el espectro arrollador de un goce no resuelto. Ese agujero negro que no cesa de pedir más y más (dinero, armamento, protección jurídica, bulos y desinformación, racismo, odio, etc.) forma parte íntegra de la configuración del prevaleciente Imperio: generar crisis, atajar crisis. 


Producir crisis allá donde vaya. Problemas ficticios con bulos como contrafuertes aumentan la urgencia social introduciendo la subjetividad minusválida a la que la emergencia de una serie de muletas para ese teatrillo (véanse los títeres de desokupa, los actores del Ferrerasgate y demás machacas del capital). Siempre la urgencia, la catástrofe… Milenaristas, apocalípticos y demás profetas del fin del mundo en prime time manifiestan el miedo ante la amenaza que supone para sí la emergencia de nuevas y complejas formas-de-vida. 


Al igual que el caso de Floyd en Minneapolis no es una medida cautelar contra un individuo, así no piensa el Imperio por muy moderno que se conciba su proyecto, sino contra una forma-de-vida. La tanatopolítica que deambula en nuestra cotidianeidad, tanto en España como en Francia a pesar de tener una configuración urbana distinta, busca delimitar, integrar y producir aquello informe. Lo que hallamos en las marginalidades, siguiendo el esquematismo estatal, es una masa que ha de incorporarse al tejido productivo de la sociedad en forma de insumos de una industria en declive. Si no es con la Bildung, será con precarios programas de integración social. Si no es con una política conservadora de inmigración, será con el aumento de presión policial. Si no es con medios de comunicación fascistas, será con el auge de generación de tensiones sociales. La guerra civil, anunciada a los cuatro vientos, es refugiada en todos nosotros, el Estado moderno ha puesto a cada cual en guerra contra sí mismo, se nos obliga a tomar posiciones, a escoger bandos.


La sordera propia del conservadurismo cuyo último exponente vemos en Macron y Le Pen bajo la égida representacional defensiva de la nación y tradición francesa sirven como chivo expiatorio, justificación, de sus propios problemas estructurales. De hecho, el capital necesita de ambas caras para que, siempre la amable, tome las decisiones que la extrema ha propuesto. Por mucho que el capital se muestre como en el juego del policía bueno y el policía malo con buena cara, nunca olvida su verdadero rostro.

Si los periódicos y medios televisivos entre otros hablan de “guerra civil” no es que sean ajenos a dicho concepto, sino que es el mismo motor con que se sostiene el funcionamiento del estado. Si se la nombra es que ha habido “problemas de gestión de la guerra civil en curso”. Nuevamente, se abre con ello otro estado de excepcionalidad que propicia la optimización de los medios de gestión social. Durante los disturbios se han movilizado grupos fascistas para defender las calles, también se han organizado crowdfundings a favor del asesino. La guerra civil en curso busca encauzar a la masa del trabajo a casa y de casa al trabajo; como al ganado. 


La ingeniería social que se lleva a cabo en las democracias liberales sigue siendo la fabricación de máquinas de supervivencia en un entorno caracterizado por una serie de catástrofes con las que, con el paso del tiempo, nos hemos ido acostumbrando, por extraño que parezca. Las máquinas de supervivencia solo saben avanzar hasta derrumbarse junto a otros cuerpos que restan en la indiferencia. Pero es justamente esta indiferencia, existencia profiláctica y minusválida, la que se desgarra cuando las violencias se hacen cada vez más visibles. Temen la violencia no por el coste de escaparates, comercios o mobiliario urbano que se consume bajo el fuego; lo que de verdad les aterra es que el insumo se reconoce sujeto y forma parte de una comunidad con un objetivo: negarse.


Cuando los chalecos amarillos emergen frente a políticas económicas abusivas, cuando las insurrecciones y agrupaciones frente al aumento de la edad de jubilación se disparan, cuando miles de personas salen a las calles en protesta frente a un apartheid cada vez más latente y evidente, quedan manifiestas no solo las limitaciones de una serie decisiones gubernamentales de mierda sino el proceso del cual estas gilipolleces han tomado cuerpo y de qué forma-de-vida se han generado estas líneas transfóbicas y racistas que se aúnan en una fuerte militarización de cada uno de los frentes estatales (medios de comunicación, cultura, policía, burocracia, etc.). La insurrección trae frente a nosotros lo que la izquierda ha olvidado sobre un sistema que nunca ha sido recuperable. La insurrección impugna una forma-de-vida que es incompatible con todo lo que verdaderamente importa: la comunidad.


Lo que vemos en las calles de Francia, a nuestro parecer, no es más que el aumento modular de una guerra civil en curso. Nuevas formas de hacer política emergen y se topan con fuerzas que solo saben hacer la guerra, ver terroristas hasta en sueños y conservar constantemente el monopolio del terror para ellos mismos. Los únicos que pueden aterrorizar(se) son ellos. Buscan monopolizar la violencia y diluyen un discurso pacifista que ha sido abrazado por quien nunca ha tenido las armas. No es casual que toda la despersonalización de la masa haya ido en paralelo con el desarme moral y físico de las clases trabajadoras. Reconocerse es insurreccional, no puede no serlo donde los paisajes cada vez más ocultan los rostros. Y no es más que celopatía lo que ven cuando emergen resistencias a su poder. Ocasión idónea para que el sujeto fanático haga recordar a todo el mundo que hubo en la vida algo que injustamente fue aniquilado. De ahí la pulsión por dominar, por aterrorizar en caso de que el fascinar, hechizar, no surja efecto. No somos y jamás seremos terroristas; pero aquello que suelen designar con la palabra “terrorista”, eso somos, desbordando. 


Estas nuevas formas de hacer política buscan cambiar el tablero del juego. La crítica no se estanca en un juego de manos conceptual ajeno a las sensibilidades de la gente fabricando un enemigo ideológico. Tampoco se aceptan las reglas del juego porque se sabe que es fácil amañarlo. Lo que se escucha en las calles, tanto aquí como en Francia, es el hastío frente una intelligentsia a la que se le ven sus intenciones ya caducas. Por eso se habla de “retrocesos”. Cuando ya no se trata de saber gobernar sino de saber habitar, el conservadurismo, las políticas neoliberales y la militarización de la policía se quedan obsoletas ante esta demanda y urgencia ciudadana. Los procesos de democratización avanzan, los flujos creativos y asociativos se despliegan exponencialmente, las formas-de-vida y las multiplicidades se diversifican cada vez más… La pregunta es, ¿estamos preparados para la insurrección que viene? ¿Tienen cabida actualmente nuestros deseos? Ser sujetos y no objetos del deseo. Saberse excedentes de cualquier lumpens, terroristas o indeseables y, como tal, fuerza anárquica y constitutiva, actuar. 


Equipo editorial Metaxis, 06/07/23