Naiara Puertas – Al menos tienes trabajo por Juan Ignacio Iturraspe

Algo que hace Naiara Puerta en su libro es aquello que cuesta a horrores en esta época: plantear preguntas. Mientras otros plantean cuestionarios pautados, como si de test psicológicos se trataran, la autora ha demostrado aligerar ese paso nefasto e ir al caso concreto. Difícil plantear preguntas cuando estas se ven secuestradas por atractores discursivos y/o respuestas de sutura. Preguntarse por una realidad que queda marginada, invisibilizada por una especie de bruma triste, electricidad ansiosa, pantanosa atención pesada e ideales, imagos que capturan el umbral de lo percibido más inmediatamente. Se nota la presencia de Puertas justamente por estos disparadores de sentido. A raíz de ejemplos de todo tipo nos introduce cuestiones estructurales que permiten la generación de un tejido crítico con el que asaltar el tema principal del libro: el trabajo.

Con las resonancias del Grupo Krisis y su Manifiesto contra el trabajo o Trabajos de Mierda de David Graeber se exploran sagazmente los entresijos cotidianos en los que nos hallamos todos. Sin obviar la complejidad del asunto no se deja atrapar por grandes retóricas teóricas para focalizarse en el hecho concreto y más elemental: cómo afecta el trabajo a nuestras vidas. La figura del Trabajador[1] será puesta en duda. Los derroteros por los que Puertas nos dirige sus preguntas apelan a las rendijas de esos callejones sin salida en los que tanto empleados como desempleados nos hallamos. Es esta idolatría al trabajo, la adecuación al modelo de Trabajador que ha ido variando según la economía política que reine en el territorio, lo que dificulta recuperar la presencia y amplificar la percepción de cual es nuestra situación concreta.

Como dice al final retomando lo dicho por Keynes, contra todo pronóstico en lugar de currar 15 horas semanales nos vemos sustraídos a dinámicas neoliberales de la autoexplotación. Ya Eloy Fernández Porta en Los Brotes Negros señala que nos hallamos con un pie en Tinder y otro en LinkedIn, perfil hiperconectado, hiperproducido y atento a las demandas del mercado. Los resultados laborales pueden ser desde trabajos de mierda en los que pasan horas sin hacer ni el güevo, laburos con jornadas completas de extras y sobreexplotación, el despertar de un crisol de miedos y angustias frente al despido/desempleo, uno de los tantos motores cohesivos del servilismo, la visita pesimista del fantasma de Morrisey queriendo un trabajo hasta que lo obtiene[2] y un largo etcétera de cañerías por las que deslizarse y evacuarse.

Pero esta historia ya la sabemos. Tenemos amigos, familiares, incluso nosotros mismos que nos hemos topado con esto. Pero incluso armados con lo mejorcito de la Escuela de Frankfurt, con filosofía francesa del siglo XX, navajazos operaístas que se cuelan en nuestros escritos, una potencia de exilio digna del autonomismo italiano, experiencias cotidianas desde las que partir un análisis concreto de la injusticia, etc., seguimos buscando plantillas para hacer CV, trabajar gratis por ganar relevancia, renunciar tras el 19th Nervous Breakdown a rebajarse a la mirada analítica de un psicólogo, psiquiatra o psicoanalista, a ubicarnos en el tablero político a izquierda o derecha (“no, no, no, mira, ha dicho que eso no, entonces es que esta un poquito más a la izquierda”), sumidos en medios de comunicación controlados por un duopolio debatimos sobre lo que hay para almorzar, para la merienda y para cenar. Mientras tanto el ideal del positivismo del XIX sigue fabricando su óptima figura, cincelada con microchips, dispositivos de control y una utopía cibernética que hace aún más letal el realismo capitalista.

Construimos instituciones que contribuyan al despliegue de una imaginación política alternativa y acaban por convertirse en centros de explotación mutua (Puertas, 2019: 20). Laberintos teóricos, biografías de la Plataforma de afectados por el capitalismo, constelaciones conceptuales que nadie entiende, circuitos cerrados de autorreferencialidad universitaria e hipermanufactura de papers, ponencias, etc., mientras el poder de crear y ocultar realidades sigue recayendo en la libre empresa (Puertas, 2019: 22). Sabrosos contratos eventuales de corta duración, horas extras off the record, empresas jóvenes posmodernas y neoliberales (sé flexible, cumple con los proyectos y aprovecha tu tiempo libre para prepararte para la jornada que viene), trabajo en remoto deslocalizado a tu casa, becariado, etc., son el pan oscilatorio de cada día.

Hay una pregunta que se hizo Étienne La Boétie que más adelante tomaría otra dimensión con Deleuze y Guattari. La servidumbre voluntaria, ¿a qué se debe? En el caso de Naiara vemos que la cosa no trata de una elucubración densa, sino certera, y creo que este es el camino que insinúa Tiqqun en sus escritos. El modo en el que nos acercamos al tejido social y sus problemáticas, a la falta de lazo o, más bien, el lazo comandado por la mezquindad (Puertas, 2019: 224) entre otros significantes, permite permutar una posición política distinta con respecto, en este caso, la búsqueda de trabajo y/o la conservación del puesto.

La repetición que sabe a reciclaje de basura, ese hábito que nos mantiene comiendo de la trashcan all the time como diría Slavoj, solo cambia con interrupciones. De los 7 días que tiene la semana, al menos uno, en algún momento, ya no es lo mismo. Dejar, con Gilles Châtelet, de tener como referente político lo que “echan en la tele” como a los puercos por un mediodía. Comer tranquilo y revisar que tal vez convenga una baja laboral, un cambio de trabajo, una conspiración sindical, la exploración de una línea de fuga en el trabajo, destruir o resquebrajar lo que te destruye (Andrew Culp) o, en palabras de Naiara, “quizás hay que dejar de estar cómodos en los cuatro días para la ira postemisión de domingo noche. Igual tiene que vérsenos menos para ser más eficaces y muchas de nuestras estrategias deberían quedar ocultas y ser de todo menos transparentes” (Puertas, 2019: 30).

Tenemos por todos lados una demanda de transparencia, de que se filtre hasta la talla del calzoncillo y si ya va siendo hora de comprar unos nuevos. Están online los papeles de Panamá, las revelaciones de WikiLeaks (que todavía Assange sigue en prisión cumpliendo sus 175 años de condena), el hecho de que a un familiar le han tangado 5000 euros en su trabajo, que la gente no quiere laburar en estas condiciones, que hay mil casos abiertos por corrupción en España y que la cosa también se extiende a otros países de la Unión Europea, los sueldos que cobran cargos públicos en distintos departamentos de los gobiernos autonómicos, y un largo etcétera de cifras astronómicas que o bien nos hacen salivar, cabrearnos, ahondar en nuestro pesimismo pasivo diario o fabular cómo hacer para llegar ahí. La autora se pregunta al ver todo esto,

¿para qué queremos otra lista de poderosos? ¿Para saber a quiénes nos tenemos que parecer o a quiénes nos tenemos que enfrentar? ¿Son élites modélicas a las cuales nuestra vida -trabajando en sus negocios, por ejemplo- va asociada sin remedio, necesitamos que sus inversiones se dirijan hacia donde estamos nosotros, son nuestro paraguas o son el otro? Un listado, sin ningún proyecto político detrás que nos diga qué vamos a hacer con esos doscientos que lo componen [los Panamá Papers], sirve para poco más que para saber a quiénes hay que pedir trabajo (Puertas, 2019: 41).

Y en la siguiente página señala que,

quizá porque la política ha quedado como mera articulación de demandas, un supermercado para poner más o menos facilidades al grupo que entendemos que es nuestro afín a la hora de hacer la vida que creemos merecer, en vez de cuestionar contra qué o contra quiénes van esas demandas. El coto privado antes que la búsqueda de la universalización (Puertas, 2019: 42).

Todavía está vigente a lo que apuntaba Guy Debord en La sociedad del espectáculo: nuestro lugar es el del espectador, la participación espectacular, en remoto, de procesos de ciudadanía. Sujetos democráticos a los que se les alimenta con datos, información de todo tipo enfocada a la votación. El espectro de lo político está cerrado al campo de la política. Y la solución no pasa por que veamos kellys en el Parlamento de los Diputados para mejorar la representatividad de distintos sectores marginales de la sociedad, eso solo generaría más disidencias dentro de esa imago democratizada. Como las escuelas dentro de budismo, hay miles de interpretaciones, miles de situaciones concretas. La diferencia está en que cada una de estas se autogestiona, un pluralismo genuino, y aquí es una mera justificación para seguir con la partida de ajedrez (ahora sí, seguro que con esto se calman). La representación política funciona como una centralita de atención al cliente.

Hay una cosa que siempre me llama la atención y es aquello que pasa desapercibido. Lo que pertenece al campo de lo invisible, pero que no deja de estar ahí. Ese mientras tanto que es por donde se hacen los tejemanejes, por donde se hacen pactos, donde se traicionan los unos a los otros, reuniones en privado y decisiones con consecuencias desastrosas. Un mientras tanto que la gente que tiene o ha tenido depresión puede ver con más claridad. Este “hueso bastante más duro” (Puerto, 2019: 46) en el que habría que pinchar, supone “remover de los cimientos de cómo vivimos y de cómo nos organizamos” (Ibid.).

Este replanteamiento conlleva el cuestionamiento de aquello que queremos (lo que decimos que queremos), reconocer que cuando pedimos tiempo libre, para descansar, para devenir inútiles, improductivos, aprender a aburrirnos, etc., no lo hacemos para entrarle con más ganas al trabajo de 40 horas y horas extras y sus dinámicas de explotador-explotado, sino dar lugar a la vida misma y sus formaciones, a la posibilidad de explorar la afectividad desde otras duraciones y distancias, a aquello que haríamos si tuviésemos que trabajar solo 15 horas a la semana. De momento, como explica Naiara, parece que tenemos vedada la intervención en la producción, “por lo que solo nos queda contarlo. Y el que mejor lo cuente quizá, solo quizá, podrá hacer pasar un interés personal por colectivo. Porque eso sí se pone en valor: las narraciones en primera persona, los cerebros fugados, los talentosos” (Puertas, 2019: 49).

Tanto en librerías como en redes sociales nos encontramos con infinidad de relatos que reflejan las miserias del mundo en el que vivimos. La realidad, alta saturación y alto contraste, más llena de vidas atropelladas no puede estar. Se engrosan las listas de afiliación a la Plataforma de afectados por el capitalismo: cada uno con un historial clínico distinto, aunque similar, un registro de cuales han sido los medicamentos que se han utilizado para complementar la terapéutica, narrativa que intenta rascar la singularidad para ver si pasa algo en el hilvanado especular, el Otro no ha desaparecido y el alivio por reducir el fantoche superyoico se nota en la sociabilidad recompuesta y nuevos hábitos que sientan bien. Dejan algunos de sentirse afectados pero el mientras tanto del capitalismo sigue funcionando. Cierto es que sumirse en grandes palabros como ’capitalismo’, ‘neoliberal’, ‘economía’, ‘patria’, etc., supone un peligro para nuestra vida diaria, ya que los podemos usar como justificaciones para todo tipo de actos reglados precisamente para actuar de forma contrapuesta: ‘anti-capitalista’, ‘cooperativismo’, ‘economía alternativa’, ‘cosmopolitismo’… Pero la cuestión no trata de enteramente de esto, de trazar el terreno entre los amigos y los enemigos, sino en reconocer la afectación de una vez. Recuerdo que Slavoj Žižek dijo en una entrevista[3] que, en los medios de comunicación, en charlas cotidianas y demás siempre hay una apelación a que la cosa entre Ucrania y Rusia es muy compleja, a que hay un sentido profundo al que es muy difícil llegar para comprender qué está pasando, quienes son los malos y los buenos. Entre tanta confusión, datos, informes, videos, testimonios, etc., se nos olvida que es un país grande atacando uno pequeño. El hecho primordial pasa desapercibido precisamente por una atropellada hiperteorización del suceso (más tiempo en antena, mejora de ratios de audiencia, aumento del cabal monetario), lugar por cierto en el que nos hallamos con esa figura televisiva: el opinólogo. Lo mismo sucede en nuestras relaciones con los demás, ya sean amates, amigos, familiares, cualquiera, empleadores, compañeros de trabajo, etc.: ¿qué ha pasado?

Esta pregunta es la que se oculta tras la frontera: “no cuestionar la distribución y la forma de ejercicio del poder, y si acaso, redistribuir en cierto modo la explotación, en vez de erradicarla por completo” (Puertas, 2019: 51). Es por ello que este tipo de temas puedan atraer militantes de la cultura de la cancelación, bots, fascistas o progres, y que tachen al movimiento contra el trabajo como “una panda de vagos que se creen muy listos”. Pero considero que el camino no pasa por dejar de lado la teoría, sino del mismo modo en el que, como dice Naiara, abogar por el cambio supone remover los cimientos de cómo vivimos y cómo nos organizamos, la teoría, su articulación, ha de modificarse. Así, como comenta Puertas (Puertas, 2019: 50-51), las elites o clases altas-medias que hagan teoría social en formato documental, cinematográfico o con tesis doctorales, no sean meros pasajes en los que el mérito siga siendo un objetivo del cual se parte (conservación del elitismo) y al cual se retorna, sino que este teatrillo, esta pasarela de compromiso teorético, se quede en lo que es: mero masaje psíquico, pasantía à la Orwell y, no ya distinción de clase sino, de masa.

Esto lo vemos por ejemplo en la indignación ante casos como el de los másters fraudulentos, enchufismo laboral, político, etc. Se apela al respeto de una meritocracia, el reconocimiento de las habilidades personales y sus competencias individuales, mientras ésta se halla intrincada con jerarquías de poder por el nacimiento y la herencia. Como en aquella película, Everything Everywere All at Once de este año. En palabras de Puertas, “la meritocracia es el modo de apuntalar esa prohibición porque no cuestiona los objetivos, sino que garantiza que esos límites no van a ser franqueados, que la política en el trabajo jamás va a consistir en plantear que el poder tiene que ser otra cosa” (Puertas, 2019: 53). Y más adelante plantea otra pregunta que viene en la misma dirección: ¿deberíamos abogar “por diseñar más pasillos para ser rico y pagar una universidad de élite o por terminar con ellas?” (Puertas, 2019: 56). La meritocracia, la igualdad de oportunidades, la salvedad de los obstáculos entre la genitalidad laboral, etc., responde a la misma basura de siempre:

la igualdad de oportunidades tiene más que ver con el remanente de currelas pobres que con los directivos; el ascensor social y los liderazgos tienen más que ver con los hombres que pasan de hacer tareas domésticas, aunque se queden en paro, que con las mujeres «en puestos de responsabilidad». Todos esos méritos, todos esos obstáculos salvados, todas esas vidas noveladas que parecen avalar que el ascensor social lo coge el que hace méritos (¿según los parámetros de quién?) no dejan de ser un escudo para que no veamos cómo se articula esa dependencia mutua que, por qué no, podríamos llamar secuestro (Puertas, 2019: 58).  

Tal es el giro de la perspectiva que nos permite ver a los sectores más pobres de la sociedad como los más grandes filántropos nuestra sociedad[4].

Meterse en el campo laboral, hacer política con él, parece una tarea que no solo conlleva una crítica estructural, legislativa o ética, sino también teológica. Como señala intuitivamente Naiara, “es como si, con solo nombrarla, la palabra «trabajo» contuviera algo, como si el trabajo fuera un sistema de creencias cualquiera” (Puertas, 2019: 59). Ya sabemos que dijo Weber sobre la ética protestante y su vinculación con el espíritu del capitalismo. En tiempos seculares por encima de todo lo que nos queda, como Terminator sin el tejido, es la eficiencia de los procesos de producción y beneficio como señaló el padre de la cibernética, Norbert Wiener. Aún viendo el T-800 sigue el pastiche utópico de figuras triunfantes, “las cúspides siguen considerándose legítimas, algo que alcanzar, una victoria” (Puertas, 2019: 60). Por ello, “en vez de leer la enésima historia de superación, proclamar que no hace falta ser un superhéroe (y, además, ¿qué demonios consideramos una heroicidad?) para demandar que nuestras vidas estén fuera de mercado” (Ibid.).

Las carreras laborales se parecen a un videojuego, una yincana, “una superación sucesiva de obstáculos (distrayendo el foco de quién los pone y para qué)” (Puertas, 2019: 69). Y sigue diciendo que ello, esta pátina de achivements “sirve para que el protagonista -el (des)empleado- crea ser sujeto agente de una serie de responsabilidades cuando en realidad es un sujeto paciente” (Ibid.). La analogía, no es baladí. Cabe preguntarse, ¿qué hay out-of-bounds? ¿Qué podemos hacer? De hecho, sigue más adelante Naiara, se territorializan, bajo el axioma capitalístico, “todo proceso por el que pase una persona a lo largo de su vida” (Puertas, 2019: 70). Dentro de la figura del Trabajador hallamos la incesante búsqueda por la monetización de cualquier cosa, “cada parte de nuestro cuerpo, cada conocimiento, cada característica personal (incluso las aparentes desventajas: diversidad funcional, desarraigo), son recursos que podemos esgrimir, nada ha de quedar fuera” (Ibid.). Más acá de toda esta parafernalia, sigue ganando el capital bajo formas como el reconocimiento, el mérito, la inserción, la valorización, etc., el mercado es quien decide qué, cómo y dónde la autoexplotación puede tornarse en trabajo o no, “cómo han de repartirse los minutos de nuestras vidas” (Ibid.). Puro Bloom[5],

agradamos, y encajamos en los planes del capital real, con nuestros comparativamente insignificantes capitales eróticos, culturales, sociales, relacionales, con el máster recomendado por la empresa que me interesa… Como si fueran análogos a heredar un banco. Tan absurdo como decir que firmamos contratos libres entre iguales (Puertas, 2019: 70).

Es paradójico incluso, como señala la autora, cada vez tenemos más tiempo libre para seguir trabajando, tiempo no liberado sino invertido “en la industria del (des)empleo” (Ibid.). Sostenidos entre “un umbral de la tolerancia (qué es lo que una empresa nos podría pedir) y un velo de ignorancia (las razones por las que nos lo pide)” (Puertas, 2019: 71) se nos olvida una parte de las conquistas laborales cuando señalamos que hemos pasado un proceso de selección o que nos han cogido, ¿quién consigue qué? (Ibid.). Por ello, señala Puertas, “nos debería preocupar más el hecho de que se pueda contratar que el de que se pueda despedir” (Puertas, 2019: 74). ¿A qué se refiere con esto? La picadora de carne que supone el mundo laboral al aceptar un puesto de trabajo difiere en muchas ocasiones de la paz que uno obtiene o bien al cambiarse de laburo o renunciar al mismo. Tras la pandemia acaeció una verdad que resultó en migraciones laborales entre sectores y empresas de miles de trabajadores, por la opción al teletrabajo, por la búsqueda de menos carga laboral, salidas del país al extranjero, e incluso la no satisfacción de ofertas laborales por la búsqueda de mejores condiciones. Da la sensación de que se quiere tirar la pelota al campo contrario. Es lo que plantea Álvaro Gonzales apuntando a que el presentador de El jefe infiltrado en lugar de bajarle línea a los empleados lo hiciera al empresario[6]. Lo mismo sucede con Hermano Mayor, donde un coach intenta sacar de dinámicas autodestructivas a jóvenes para insertarlos en la senda laboral. Hay una realidad que queda marginada y es precisamente la de las condiciones en las que ese joven ha crecido. Naiara dirá que

Hermano Mayor es, por tanto, una muestra, quizá de las más dramáticas, acerca de cómo el sujeto agente trabajo, empresa, puede ocultarse a sabiendas para desplazar todo ese cuidado defectuoso, esa culpa, para pautar todo el campo de enfrentamiento al interior de las familias; para antagonizar a padres e hijos que de distintas maneras padecen esa necesidad de «llevar un plato de comida a la mesa», como decía entre gritos una madre a su hija en uno de los episodios tras preguntarle la segunda dónde demonios estaba cuando ella era pequeña (Puertas, 2019: 78-79).

Siendo de tal crudeza la situación que viven familias en todo el mundo como bien indico el director coreano Bong Joon Ho al ser premiado por Parasite, el triunfo de la película se debe a que el filme trata sobre un hecho que viven miles de personas y cuyas variaciones no distan mucho entre diferentes estados-nación. Lo que, a fin de cuentas, como señala Puertas, lo que nos sustrae el trabajo es “la capacidad de decidir” (Puertas, 2019: 83), y explica que

el punto imposible de rebasar que lo determina todo no es ni la empleabilidad, ni el sector productivo, ni las competencias, sino la normalización de la entrada en un estadio de acomodo patológico a lo que quiera que venga, respecto al cual parece imposible dar un volantazo a otra parte. Esas ideas de incertidumbre [sobre el futuro] no es más que otra artimaña para negar, de manera suave, la capacidad de hacer (Ibid.). 

¿Nos salvaría la Renta Básica Universal de los males del trabajo? ¿Recuperaríamos la capacidad de decidir? No. La diferencia de clases seguirá funcionando. No deja de ser un sueldo extra. Los ricos seguirían con sus hábitos. Con la RBU se “satisface la tranquilidad de los multimillonarios” (Puertas, 2019: 91) por aumentar la liquidez de los consumidores, y es cierto que con ello quedaría más expuesta la miseria del mundo laboral ya que ganaríamos tiempo para buscar otra cosa y desmitificar el ídolo del trabajo, “no nos tendríamos que dedicar a predicar el falso orgullo del trabajo” (Ibid.).

Si Mark Fisher hablaba de “realismo capitalista” era, entre otros motivos, por el impacto directo que tiene sobre nosotros el tener que trabajar para sobrevivir. Se lo puede maquillar de mil maneras, de hecho “trabajar en lo que te gusta suele ser el principio de que te deje de gustar” (Puertas, 2019: 93) y explica la autora en primera persona cómo después de dejar su trabajo en prensa le costó tres años volver a escribir de lo quemada que estaba. Tornarlo en una empresa vocacional que se ajusta a las demandas del mercado no quita que ello siga estando ahí. “La pasión y el gusto propios deberían, en todo caso, hacer que nos detuviéramos a analizar de qué manera nos están destrozando los anhelos productivistas, la instrumentalidad que es el brazo armado del neoliberalismo, las ganas de que todo sirva para algo” (Puertas, 2019: 94), y como señala más adelante junto con Livia Gershon, “el «orgullo de la nómina», que ha servido para cimentar este afán productivista tiene poco más de ciento cincuenta años” (Ibid.).

Pero, sumidos en el mundo laboral, Naiara nos insta a preguntarnos, ¿qué es la productividad? ¿Y porqué es tan ansiado su perfeccionamiento? ¿de dónde proviene esta tendencia dentro del mercado? Recurriendo a un artículo escrito por Andrew Taggart vemos que la dedicación a la fabricación de hacks destinados a la mejora de la misma provienen desde hace 200 años con el objetivo de que el trabajo “constituya el centro de nuestras vidas” (Puertas, 2019: 95). Esto también lo vemos cuando el Comité Invisible profundiza en la cibernética y los modos en los que se crean sujetos cuantificados que responden a una comprensión atómica de los individuos como pertenecientes a un sistema de producción hiperconectado, lo que llamarán el ser-sistema. Luego también tenemos a Deleuze hablando sobre el dividuo en las sociedades de control. Y la lista de autores sigue, dando cuenta de este fenómeno que con fórceps se desvirtúa la humanidad o su enigma, a favor del encorsetado trabajo como principio fundacional de la existencia que obtura la posibilidad “de encontrar cosas significativas en otros ámbitos como la familia o las aficiones” (Puertas, 2019: 105).

La situación actual del mercado laboral, cosa que venimos viendo y viviendo durante décadas, es el aumento de personal laboral en el sector terciario. Es por ello que se despliegan cursos, másters, jornadas, etc., dedicadas a la comercialización de cualquier cosa con tal de cumplir objetivos marcados empresarialmente para, básicamente, no perder el puesto y suplir las expectativas del juego interno de promociones, comisiones, etc. Lo que queda desplazado nuevamente es el papel de las empresas y a costa de qué se busca ser competitiva, aumentar los beneficios y tener en general un régimen de productividad en ventas que paulatinamente vaya subiendo con cada cierre de jornada anual. Pro-activos, polivalentes, con mucha experiencia demostrable o sin experiencia, pero con voluntad servil y con ganas de aprender y aceptar condiciones pésimas, y mil tecnicismos que los de RRHH se encargan de transformar para ocultar la palabra esclavismo[7] como dice Loli García (Puertas, 2019: 115). Se destila de aquí una “manera de ser” (Ibid.) que debe adecuarse a los estándares demandados en el sector terciario cada vez más exigente y en peores condiciones. La salud física y psíquica ya no pasa desapercibida cuando nos hallamos testimonios de todo tipo en redes sociales. Lo mismo con el acoso laboral, el mobbing, los techos de cristal, y mil y una de las depredaciones que vemos y oímos en los centros de trabajo. Cuando aceptamos un trabajo también aceptamos la posibilidad de esto suceda. El efecto de velación es el mismo que tenemos cuando tenemos una nueva cita de Tinder, todo parece fantástico en el papel (otras no) pero cuando llega el esperado día cabe la posibilidad del catfish. Y, la verdad, es lo usual, ya que como recuerda José García Montalvo, “uno de los principales problemas que justifican el desempleo de los jóvenes con mayor nivel de cualificación es que muchos empresarios, que tienen un nivel educativo menor que la población en general, no ven rentable la contratación de jóvenes cualificados” (Puertas, 2019: 116). Las probabilidades de que la cita de Tinder vaya bien y sea un gusto conocer finalmente a esa otra persona (sin condescendencias) pasa por hacerse cargo de la carestía introspectiva de cada una de las partes y la capacidad de escuchar, transmitir y lidiar con la piedra dura del inconsciente que porta cada uno. En la misma dirección Joaquín Arriola dirá que “ante esta realidad del mercado de trabajo, harían bien los discursantes en girar el foco de su atención: el problema de las cualificaciones en España no está tanto en la formación de los trabajadores, como en la de los empresarios” (Puertas, 2019: 117).

Luego, también nos encontramos, como comenta Naiara, con la cada vez mayor demanda de plazas universitarias destinadas a aquellos sectores de los cuales haya salidas laborales, o incluso el mismo drop-out de la propia carrera para adentrarse en el mercado laboral para trabajar de lo que sea. La ponderación de lo útil (¿para quién?) lo vemos en un ejemplo que trae a colación la autora de Santiago Gerchunoff quien estudiando las relaciones contemporáneas que mantienen los padres con sus hijos se basan en la preparación de los mismo para el futuro de su empleabilidad. Señala que se les enseña inglés o idiomas no por aumentar las posibilidades de explorar otros países y compartir experiencias con los demás, sino que la función principal es la de poder “moverse con agilidad en la jungla del mercado” (Puertas, 2019: 119). Otro factor que se ve en esta intencionalidad fóbica paterna dirigida a los niños es la puesta en detrimento de la “comunicación espontánea en su lengua habitual con tal de hacer mejor al hijo” (Ibid.). Gerchunoff continúa y nos dice que

Lo inquietante en esa forma de educar es la relevancia suprema que adquiere el ideal de «hacer mejores» a los hijos. La fantasía misma de estar «haciéndolos», «fabricándolos» con más o menos prestaciones. Es la idea del hijo como obra la que rige en el padre que decide no hablar al hijo en su lengua (la que usa con todo el mundo, en el trabajo, en la calle, en la mesa y en la cama), sino aprovechar todo el tiempo que pueda para «agregarle» otra (Ibid.).

Del mismo modo, están esos padres que mantienen la semana de actividades extraescolares para sus hijos bien llenita y variada, y luego, en ese afán sobreprotector, se quejan al correspondiente profesor de que la case les sea aburrida o detectan que su nivel de aprendizaje no está siendo el correspondiente a la inversión hecha. Más que “crianza helicóptero” podríamos decir que los niños están haciendo la mili desde bien pequeños. Tal vez, antes que hablar de helicóptero podemos especificar la graduación indicando el modelo, y cierto es que hay más de un Apache.

Siguiendo con el texto, Naiara nos presenta la posibilidad de una democratización de los espacios de trabajo. Aunque parezca utópico, ya hay asociaciones que se están encargando de este asunto y no van precisamente por la vía del sindicalismo fuerte, sino de la introducción de un aspecto que queda totalmente marginado una vez se firma un contrato laboral y es precisamente las relaciones complejas y difíciles que supone la inversión de tiempo y fuerza de trabajo (material o inmaterial) a cambio de una recompensación monetaria. El problema está en que ello pondría en duda “la tiranía de la acumulación, la reinversión y la tasa de beneficio” (Puertas, 2019: 127) del “reino de taifas” (Puertas, 2019: 126). Como dirá más adelante, cierto es que hay regularizaciones y demás normas estipuladas por diferentes convenios, pero eso no hace que sea democrático. “Un partido de fútbol de primera división, aunque tenga normas, aunque tenga VAR, tampoco tiene mucho que ver con la democracia” (Puertas, 2019: 128). No hay una voluntad popular que busque la autoorganización dentro de los espacios de trabajo. Que haya gente sindicada no significa que ello sea democrático, sino que se tiene un bastión, una trinchera, desde la que defender ciertos derechos laborales, pero no se discuten, ni se ponen en duda el cómo, dónde, cuándo ni qué se va a hacer ya que eso parece ser algo que o se acepta o no al firmar el contrato.

Cuando accedemos al mismo lo que nos encontramos es un mundo en el que todo gira en torno a hacer números, donde lo que se prioriza es la acumulación de capitales para mejorar la inversión y amplificación de la misma. Pero si nos dejamos de eufemismo, nos encontramos que genéticamente lo que mueve y sostiene a las empresas, como dice Puertas, es la avaricia. “La avaricia empresarial abre empresas, lugares de trabajo. También los cierra, de hecho en ocasiones está deseando dar pérdidas para poder justificar que se marchan con la música a otra parte” (Puertas, 2019: 131).  

Los “cambios de modelos productivos” (Puertas, 2019: 133) pesan como los diez mandamientos grabados en piedra que cargaba Moisés, aunque se nos envíe por correo y formato PDF. Esto es precisamente lo que no es cuestionado, no es democratizado sino, en el mejor de los casos, pactado sindicalmente. Si los jóvenes ven un futuro negro, se debe, entre otras cosas, a que, al reconocer esta violencia estructural y legal, dan un paso atrás para encontrarse nuevamente en la inopia de la lotería que supone el mercado del trabajo. ¿Qué me encontraré esta vez? El problema está justamente en que ese “paso atrás” no todo el mundo lo puede hacer, del mismo modo que tampoco se puede acceder a buenos parches para aguantar la jornada laboral sin acabar lleno de rasguños, cortes, magulladuras y moratones psíquicos y/o físicos. En palabras de la autora:

Nadie habla de para qué la empresa porque es la ficha de dominó que no puede rozarse. Mantener la democracia fuera de las empresas y convertir lo que ocurre dentro de ellas en mera gestión, hacer todo lo posible para que no salga, para que se disuelva en el magma de lo complicadas que son a veces las relaciones personales. Meter miedo al resto para conjurar sus propios miedos ante el futuro. Paradojas como admirar a quien te saca todo el jugo para su provecho y sin embargo odiar a ese que está peor que tú, pero al que tienes miedo de acabar pareciéndote (Puertas, 2019: 134).

Los “pasos atrás” que dan los jóvenes, y los que ya no tanto, cuando se puede, contienen en sí la voz de aquellos cuya lucha pasa por no acabar de una vez con el mundo del trabajo, “para no volver a ser un obrero nunca más” (Puertas, 2019: 138) como dice Nanni Ballestrini en El editor. No para mejorar las condiciones y sino para apuntar a la disolución del mundo laboral. Acabar con la corrupción intrínseca al lugar de trabajo donde reina la autoexplotación y el miedo, con inyecciones democráticas reales. La contradicción entre el trabajo y la vida está a la orden del día. Por eso al final del capítulo Naiara señalará que la lucha pasa por “poder hacer, y no solo dejar de sufrir” (Puertas, 2019: 140).

Este poder hacer lo encontramos por ejemplo en cooperativas llevadas por trabajadores, donde cada uno es su jefe. En Catalunya prolifera este tipo de empresas. La cosa en que, esto responde a los principios del neoliberalismo como señala Andrés Ruggeri, “que los movimientos sociales se encarguen de los ámbitos que el mercado y el estado no hacen suyos, siempre y cuando no compitan con los grandes negocios” (Puertas, 2019: 144-145).

Entonces, ¿qué hacemos para poder hacer? Naiara, reconoce que hemos escrito millones de páginas, libros, artículos, impartido horas y horas en conferencias, ponencias de todo tipo, jornadas por días, etc., y siempre hemos llegado a la misma conclusión: “Hay que crear algo -más que decir o escribir- y nadie sabe muy bien qué, ni cuántos, ni para qué” (Puertas, 2019: 147). Retorna aquella pregunta que se hacía Jameson que fue tomada por Žižek, Fisher y demás intelectuales contemporáneos sobre si era posible imaginarnos el fin del capitalismo, en este caso del mundo laboral. Pero la cuestión no está tanto en el saber sino en el hacer. Como recuerda la autora citando a Marina Garcés, somos intelectuales y analfabetos al mismo tiempo (Puertas, 2019: 148), figura esta del ciudadano[8] propio de los sistemas de democracia representativa y el capitalismo neoliberal. La administración de nuestro capital político sigue las directrices del empresario de sí neoliberal, que se forma en miles de asuntos, se autoexplota hasta la saciedad con cientos de lecturas, conferencias, etc., para tener una opinión formada acerca del rumbo que debería tomar la sociedad, pero sigue en ese umbral paralítico al que lo lleva el mundo laboral: a agachar la cabeza, a guardarse las palabras, a conspirar contra uno mismo a favor de la empresa, para cobrar la mensualidad. Se nos está ganando la partida como indica Germán Cano (Puertas, 2019: 155) en el plano de la cotidianeidad, la militancia, etc., al vernos sumidos en prácticas que quedan sustraídas a la hipóstasis ideática del revolucionario de salón de actos (los actos quedan restringidos al salón).

La cuestión, como apunta Naiara, no pasa por ser un lavado de cara de las empresas, sino de reconocer que en las mismas estructuralmente reina la avaricia y la desconexión con las necesidades propias de la población. Nada de consumo ético, ni de una supuesta revalorización por comités de ética dentro de las empresas sino, como señala junto con Terry Eagleton contra lo que estamos lidiando es que “

la realidad seguirá siendo que el principal objeto de mi trabajo es generar ganancias para un puñado de tiburones sin escrúpulos que probablemente cobrarían a sus propios hijos pequeños diez dólares por una aspirina si pudieran […]. El sentido de mi trabajo viene determinado por la institución (Puertas, 2019: 156).

Puertas también se plantea lo siguiente: “¿Y si, en ausencia de otros empleos, tratamos de hacer un empleo de la propia actividad militante?” (Puertas, 2019: 157), a lo cual ciertamente reconoce perverso. Nos hallamos en los casos de militancia empresarial cosas como bien señala Juantxo Estebaranz “autoexplotación como modo de autonomía” (Puertas, 2019: 158) reduciéndose los salarios por motivos éticos. O por otro lado o bien siendo absorbidas por grandes compañías por grandes sumas, o siendo poco competitivas por una serie de hándicaps coherentes con su filosofía de empresa. Esto lleva o bien a trabajar gratis o por poco dinero, y más importante aún la razón militante termina por, como indicó Naiara, pervertida. De este modo nace una figura paradójica: el emprendedor, que toma los valores de la militancia y los fusiona con los de la proyección empresaria, dejando nuevamente la acción determinada y política como un mero souvenir.

Mientras tanto, para aquellos que no se han decidido por la figura del emprendedor se encuentran con paradojas como la falta de puestos de empleo y al mismo tiempo una gran cantidad de horas extras computadas o estar atento a las fluctuaciones de creación y destrucción de empleo y mantenernos con vida al mismo tiempo. Como las obras en el mercado del arte y sus precios hiperinflados, los trabajos, al escasear, se tornan un tesoro (Puertas, 2019: 163) y, diría, nacional. Tanto el emprendedor como el trabajador se ven en la necesidad de competir y ser competentes suavizando los atropellos con ética, pero eso no quita que “nos convierte en energúmenos con terceros o en tiranos de nosotros mismos” (Puertas, 2019: 163), que nos adaptemos a las demandas del mercado, deseos de alguien a quien desconocemos (Puertas, 2019: 165) presionados por la urgencia de la automatización robótica o la mano de obra extranjera (Puertas, 2019: 165-166). Mientras tanto, somos aquellos “que morimos por amianto, las que nos pinzamos la espalda, los que tenemos ataques de ansiedad” (Puertas, 2019: 167) por nombrar tres entre miles de sintomatologías por hacer más digna la explotación diaria como dirá Belén Gopegui (Puertas, 2019: 170). ¿“merecemos estar toda una vida trabajando?” (Puertas, 2019: 172). ¿Qué más podemos hacer que señalar las dificultades para una materialización por el cambio de las condiciones de vida actuales antes que ponernos a “hacer ejercicios de imaginación política” (Ibid.)? ¿Cómo subvertimos esa sensación que tenemos cuando al querer ganarnos la vida sentimos que la estamos perdiendo (Puertas, 2019: 175)? ¿Cómo producir “modelos de vida universalizables y replicables que […] comprometan también a sus proponentes, pero sobre todo nos vinculen a unos y a otros” (Puertas, 2019: 200)? ¿Podemos aclarar nuestra lucha si es por una mejora salarial de los empleos y las condiciones de la empleabilidad o la transición hacia la desaparición del trabajo (Puertas, 2019: 211)? ¿Cuándo dejaremos de ponderar la fascinación por lo excepcional de los puestos de trabajo en lugar de “denunciar los horrores de la norma” (Puertas, 2019: 225)? ¿Cómo recuperar la vergüenza ajena que producen los delirios de la avaricia, la mezquindad diaria y los atropellos cotidianos contra nosotros mismo y los demás por el orgullo de no morir de hambre mejor? ¿Cómo superar el umbral entre lo que pensamos y lo que hacemos (Puertas, 2019: 228)?  

 

Bibliografía

Puertas, Naiara (2019) Al menos tienes trabajo. Valencia: Ed. Antipersona.

Tiqqun (2008) Introducción a la guerra civil (trad. Raúl Suárez Tortosa y Santiago Rodríguez Rivarola) Madrid: Ed. Melusina.

Tiqqun (2012) Primeros materiales para una teoría de la Jovencita. Seguido de «Hombres-máquina: modo de empleo» (trad. Diego L. Sanromán & Carmen rivera Parra) Madrid: Ed. Acuarela & A. Machado.


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[1] Trabajada extensamente aquí: http://e-spacio.uned.es/fez/eserv/tesisuned:ED-Pg-Filosofia-Jiiturraspe/ITURRASPE_STAPS_JUAN_IGNACIO_Tesis.pdf

[2] The Smiths, Heaven Knows I’m Miserable Now en “Hatful of Hollow” del 1984.

[3] SFR Kultur (1 Junio 2022) Slavoj Žižek – The revolution and the real / Sternstunde Philosophie / SFR Kultur. YouTube: https://www.youtube.com/watch?v=0i3F7NEFZ7Y

[4] Siguiendo a Barbara Ehrenreich, “cuando alguien trabaja por menos de lo que le permitiría vivir -cuando pasa hambre para que tú puedas comer más barato y mejor-, está haciendo un gran sacrificio por ti, te ha regalado parte de sus habilidades, su salud y su vida. Los trabajadores pobres, como consentimos que se los llame, son de hecho los grandes filántropos de nuestra sociedad. Descuidan a sus hijos para que los hijos de otros estén cuidados; viven en alojamientos por debajo de las condiciones de habitabilidad para que otras casas estén relucientes y perfectas; pasan privaciones, de modo que la inflación se mantenga baja y el precio de las acciones alto. Ser miembro de la clase trabajadora pobre es ser un donante anónimo, un benefactor de nombre desconocido para todos los demás” (Puertas, 2019: 58).

[5] En palabras de Tiqqun, “El Bloom es una figura ambivalente El Bloom es una figura ambivalente. Por un lado, sustituye al «proletariado» de Marx, al «espectador» de Debord y al «musulmán» de Agamben como representación de la alienación y la desposesión extremas. El Bloom es una nada. Pero una nada que puede serlo todo. Expropiado de cualquier inscripción en una comunidad, el Bloom es también «pura disponibilidad para dejarse afectar»” (Tiqqun, 2012: 10-11).

[6] “¿No sería bonito que el típico presentador moralista de los que tantos tenemos en este país le echase una bronca al empresario cuando se descubre el pastel? […] Pero no. Por algún motivo, por algo que se nos escapa, una vez más en España hemos tomado partido por el fuerte y hemos adoptado el británico Undercover Boss. Igual los estudios de mercado indican que los espectadores-trabajadores que ven el programa disfrutan viendo sufrir a otros trabajadores, que también puede ser” (Puertas, 2019: 75).

[7] Recogiendo lo dicho por el profesor en economía Richard Wolff cual calco de Marx: “El lugar de trabajo es fundamentalmente, no solo no democrático, sino una institución antidemocrática. Cuando llegas al puesto de trabajo, cruzas la puerta y te dicen lo que hay que hacer, cómo hacerlo, y dónde hacerlo. Cuando terminas, vuelves a casa y otros se apropian de lo que tú has producido. Tú no tienes nada que decir al respecto” (Puertas, 2019: 125)

[8] Santiago López Petit, citado por Naiara, presenta la figura del ciudadano como aquel que “no es cínico, es una figura triste que no tiene fuego dentro” (Puertas, 2019: 148). Esta figura recuerda no solo al Bloom ya comentado más arriba, al igual que el Trabajador, sino precisamente al ciudadano descrito por Tiqqun como “todo cuerpo que haya atenuado su forma-de-vida hasta volverla compatible con el Imperio. Aquí la diferencia no es desterrada absolutamente, es decir, como si se desplegara sobre el fondo de la equivalencia general” (Tiqqun, 2008: 76).