Roland Barthes - El Imperio de los Signos por Juan Iturraspe

Hoy, fui al hospital ambulatorio para hacerme una radiografía. ¿Y qué tiene que ver esto con una reseña? ¿No es una falta de respeto todo esto? Justo antes de entrar a la zona de radiología, a ese cuartito minúsculo donde uno deja sus prendas y cosas, vi tres carteles: el primero, advertía sobre la prohibición de acceso a las embarazadas, en castellano; el segundo, contenía el mismo mensaje, sólo que dio la impresión de que era “para todos los demás”, demográficamente hablando; y por último una señal de prohibición con los signos correspondientes, por si alguien se les escapaba.

El libro de Roland Barthes preconiza, desde el primero hasta el último de sus cortos textos (cual bocadito de sushi o tempura), la posición del Japón, el suyo, con respecto a lo que considera occidente. Quien decida abordarlo, tiene que saber que esto no es una introducción a la cultura asiática por donde nace el Sol para oriente, sino más bien una “lectura”, con todas las letras, de un Japón, justamente aquél que visitó Roland.

¿Qué Japón visitó? Según el hermoso prólogo que le dedica Adolfo García Ortega a Barthes, es dudoso que el semiólogo haya pisado siquiera dicho territorio. Pero volvamos a la pregunta, ¿qué Japón visitó? Roland hará comentarios sobre lo que leyó en los palillos o chopsticks, en las máquinas de pachinko, en el teatro kabuki, las estaciones de tren y metro, entre otros. De hecho, si uno accede al índice se encontrará con la serie de objetos a los que se le ha aplicado el corte barthesiano.

Pero, insisto, ¿qué Japón visitó? Con lo que nos encontramos, como ya mencioné, es un Japón leído. Una narrativa en el que esa ficción del Roland semiólogo queda manifiesta. Ciertas exploraciones o despuntes más poéticos se combinan con cierto discurrir filosófico, occidental. El paneo que nos ofrece el semiólogo, en este sentido, del Japón, es uno que, comparado con el lugar de origen, maravilla, asombra, y se ofrece a una conciencia de lo que “tenemos en casa”.

No hay escarmiento, aunque parezca a veces, de las costumbres occidentales, sino la visión de una forma-de-vida que crea diferencia a nivel del significante. Hablando del mismo, el valor que se le otorga es superlativo haciendo la comparación. El ritual, la representación teatral, las formas de saludar, de comer, el civismo, etc., son presentadas aquí como meros gesto en los que, intentar encauzar un sentido, sería una ofensa, un acto de mal gusto. Mientras en aquello que Barthes llama occidente la búsqueda del sentido parece ser una tarea encomiable, perseguida, e incluso exigida, el proceder del japonés pone por encima de todo el signo. Es en la formulación, en la performatividad de éste, en el que se ve, se siente, el respeto por el Imperio. El cuidado de la forma supone, equivale, al cuidado de sí. Es por ello que, la tradición japonesa, al menos en aquellos tiempos en los que este libro fue escrito, allá por el 1970, la frialdad, la condescendencia, la discriminación al extranjero, el tatemae, el honne, la cordialidad preponderante, etc., tienen una razón de ser.

La libertad, para el japonés del semiólogo, supondría la adecuación de su ser al de la escritura, hasta tal punto en el que no hubiese distinción alguna. La diferencia entre el mundo y el yo, en la que el lenguaje pasaría a ser un mero medio, no sólo es una concepción que atenta contra el refinamiento del espíritu, sino que a la par pone trabas a la unidad y progreso de una forma-de-vida. Los encuentros deben cercenarse al procedimiento. La obra teatral, no quiere comprender la diferencia entre público y escenario como espacios de conciencia e inconsciencia, sino que mientras uno se da cual libro a ser leído, aquél, sigue, a rebufo, el marchar de los signos, cual migajas de pan en pleno bosque de cañas de bambú.

¿Qué Japón visito? A mi parecer, el Japón parece una excusa tremendamente elegante, para realizar una crítica a las podredumbres y muchedumbres del sentido. Una serie de afectos pasan a ser el objetivo de Barthes. La admiración del que acumula sentidos, la errancia de los filósofos por la fabricación en serie de conceptos para, a consecuencia, dar efectos sistemáticos de los mismos, constelaciones de cuerpos celestes por la saturación de un nihilismo negativo creciente, la irrelevancia de los signos, su desprecio y abuso, representan el modo en el que el hombre se relaciona con la naturaleza.

Otra forma-de-vida amanece allí donde nace el Sol.

La estresante ciudad de Tokio, representante del entramado superyoico que sostiene la unidad del ser del japonés, es, ante todo, para Barthes, un vacío. Un vacío estructurado. Un Imperio de los Signos, con sus normas y prohibiciones. Ordenes que, transferidas de generación en generación, hacen de la costumbre la misma transfusión de Dios. El sacrificio, el ritual, no busca un fin, como podría serlo para el cristiano, lo que se encuentra es el mero, el simple hecho, de que el mismo gesto, supone en sí, ya, el tributo al Dios. La ejecución de una deontología, compleja, contiene en sí la esencia misma del marco jurídico: el vacío.

Los sabios budistas, los haikus, el teatro ya mencionado, son ejemplos de cómo el sentido contiene en sí una fecha de caducidad, una provisionalidad, que se compone por un movimiento ascendente, una estadía y un declive, al que se “retorna” aunque nunca se abandona. El monje se presentará como aquello que requiera la conversación para mostrarse como lo contrario, la diferencia, que haga caer la propia postura. El haiku ofrece, no una captura, sino el movimiento ínfimo del corte por el que, con pocas palabras, se presenta una realidad. Su sencillez reside no tanto en la búsqueda de la rima, del signo justo, sino de lo que veo /que /hay. Los actores, no son un lienzo en blanco sobre el que se pinta una personalidad, hacerse uno con el personaje, encarnarlo. Tal y como recuerda Barthes en el libro, Bertolt Brecht, que estudió el teatro chino, reconoció la distancia de la futilidad del personaje que se interpretaba. El público, como ya mencioné, no es la zona oscura de la conciencia que, con la escena alumbrada, debe ser iluminada, sino, bien por otro lado, se supone al público como un lector activo que, siguiendo esos signos, afianza su relación, nuevamente, con el Imperio de los Signos.

Lo que consideré interesante tras la lectura del libro no fue sólo la belleza con la que trata los temas y se hace claro al expresar una idea que, ya sea paseando o no dicho lugar, brotó cual significante. Lo que si me dejó, caliente, pensativo, fue si, en definitiva, el Japón para Roland Barthes, sería el lugar desde el cual emerge no una ética, sino el procedimiento crudo por el que cada una pasa.

Es sabido que, en Japón, ya por la visita del semiólogo como en el presente, la cultura del trabajo es algo muy marcado, tanto que las horas extras, pagadas, suponen una normalidad aceptada, una muestra de agradecimiento incluso para con el capataz. Estar activo supone para el japonés, según tomo del escrito de Roland, la sangre de aquello signos que, bombeada y bombardeada, mantiene vivo el Imperio. Los flujos llenos de carne de cañón obediente, mantienen las arterias tensas de una conciencia colectiva aplastante. Hendidos así en una cotidianeidad autoexigente y demandante, atentar contra los signos, supone atacar al conjunto del cuerpo. Con los años, la propagación del Japón como marca registrada en aras de un neoliberalismo cibernético y globalizado, supuso un rebajamiento del trato despótico contra lo foráneo para convertirlo en un complemento agregado a la economía del Imperio de los Signos. Más sangre para el colador. ¿No es un colador acaso una ética? ¿No se cuelan por él una serie de actos como respetuosos con una concepción del bien? ¿Qué bien hay en el Japón? El vacío, su preservación, su defensa, su manutención, acaba por convertirse en lo que intenta no perturbar. Trenes que van y vienen de estaciones, para dejarte en el núcleo de barrios donde las calles no tienen nombre, etc… ¿Qué supone tener el vació como principio ético fundamental en lugar del bien y sus diferentes escuelas occidentales? Supone, a mi parecer, la ética del semiólogo. En este caso, del mismo que compuso la bella dedicatoria al Japón.

En definitiva, ¿qué Japón visito Roland Barthes? Aquel en el que las formas no hacen más que contener un vacío, en el que el procedimiento, es la accesión misma de una serie de signos. A mi parecer, el Japón que visitó el semiólogo, como menciona no sólo Ortega en el prólogo sino también Barthes, se le dio para ser leído, y como aquel que visita las entrañas de una maquinaria de pachinko fuera de servicio, o ve los restos ordenados de una comida entre jornaleros, nos embelesa con la fuerza de un Imperio, consciente de su nacimiento y de lo que lo puede matar. Por ello la perfección de la harmonía, su búsqueda en la ejecución de los signos, no sólo supone la realización del ser social japonés, sino que a su vez conserva el misterio mismo de la existencia.

Me hice una radiología esta mañana. Los carteles a la entrada de la zona de radiología informaban precauciones, procedimientos, no sólo para los locales, sino para los foráneos, y los de más allá: la vida que alberga puede morir y aquella que pueda nacer, puede verse alterada. “Quítese la parte arriba y túmbese en la camilla” dijo la técnica enfermera. Estaba frio, oscuro, y la máquina emitía un ligero pitido. Tenía enganchadas pegatinas de fábrica con números, palabras y signos. “No respires” grito tras una cristalera. Guardé el aire y todo terminó. Me marché de allí con una incógnita que me intrigaba, ¿tendré algo mal dentro? La intriga, con cierto entusiasmo, se esfumó para reaparecer con la doctora al ver las placas. “Es una radiología normal, todo funciona correctamente” dijo ella mientras miraba precisa la pantalla. No hay signos de andar mal, pero el dolor persiste. “Habrá que hacer otra prueba” recomendó. Nuevos signos habrá que escuchar. Barthes se fue hasta Japón para ello. Yo, por mi parte, a Nueva Zelanda o Aotearoa como demandan los maorís.