Giorgio Agamben - Profanaciones por Juan Iturraspe

Giorgio Agamben, filósofo italiano nacido el 1942, cuyo nombre se ha hecho notar a lo largo de la pandemia con sus contundentes notas de prensa, entrevistas y artículos recogidos en el libro ¿En qué punto estamos? La política como pandemia, publicado este mismo año 2020 por la editorial argentina Adriana Hidalgo, al igual que prácticamente todos los textos del filosofo en territorio argento, publicó un texto llamado Profanaciones. El texto original, Profanazioni, del 2005, sobre el cual versará la siguiente reseña fue traducido con cariño por Flavia Costa y Edgardo Castro.

Éste mantiene el espíritu que caracteriza al autor heredero de un vasto listado de filósofos contemporáneos cuyo mandato combativo pasa por una erudición singular de rastros históricos cuya sustracción permite el despliegue de mapas conceptuales, tensiones, sismos etimológicos y cartografías intensivas con las que, desde el secreto del archivo y su codificación, se disponen para el lector herramientas con las que defenderse de una voracidad mortal y acéfala diseminada por doquier en la cotidianeidad.

No se trata tanto de presentar una extensa interpretación de una ontología del presente sino más bien un hallazgo, un artefacto, un artificio, con el cual hacerse más allá del SE impersonal ya mencionado por Deleuze y, recogido e instrumentalizado, por Tiqqun.

En esta ocasión, sobrevolaré por capítulos cuales considero son las ideas que propone e insta al lector a pensarse conservando el estilo de filólogo e historiador erudito que le caracteriza.

En el primer capítulo nos propone la figura del Genius, el cual, en tensión con el Yo, es la fuente, la potencia, el campo de intensidades con Deleuze, desde el cual el estilo, el carácter, etc., llegan a ser. Esta figura, el Genius, como comenta el filosofo italiano, no aspira a nada, no tiene un objetivo, no posee ninguna meta, ni su meta es una posesión, ya que es puro movimiento, tendencia, vector. Es por otro lado el Yo el que ubica, marca, delimita, puntualiza, la extensión indefinida de la línea que es el Genius. Pero no es más que un mero artificio, una ilusión para contener (siempre de forma fallida) al Genius, ya que éste desborda, extralimita, detona, todo aquello con lo que el Yo sostiene al Genius. Figura ésta que podría pasar por externa no deja de ser una relación íntima e intransferible. Así pues, la relación que mantenemos con este Genius es aquella en la que somos pero no nos pertenecemos.

En el siguiente capítulo, nos habla de la magia y la felicidad. El nexo entre ambas, según comenta, se halla en el gesto oculto, en lo oscuro del silencio de aquel saber no dicho, en el juego entre bambalinas de los que no dicen aquello que saben, sino que al ponerlo en funcionamiento vehicula su desplazamiento yoico (el no decir implica la presentación velada) separándose así de la trama del sentido intersubjetivo, de la ficción del dos. De este modo, el secreto, lo oculto, nos permite recordar, nuevamente, la presencia del Genius. Dicho con otras palabras, la felicidad no es sin la magia y esta por ende no sería sin la presencia velada de lo oculto, lugar mismo del Genius.

En el tercer capítulo recupera el aspecto de lo real que se da en las fotografías. Se centra en aquellas antiguas en las que los rostros, que miran fijamente a la cámara, pareciera que buscan en ella la muerte, juicio de día, ya que quedarán estáticos por siempre. En esos rostros, la mirada articula una demanda, un llamado a ser recordado, y con ello las circunstancias, tanto personales como epocales, con las que ha sido eternizado cual Eidos de cuerpo glorioso.

El tema de que prosigue es un comentario sobre el papel de los ayudantes en las obras de Kafka, los cuales parecieran poseer similares características a aquellos que Tiqqun solía llamar Bloom. En estos se halla la posibilidad atómica de una revolución a la par que la continuación de un régimen donde el Imperio homogeniza toda erupción mediante una Red de dispositivos. El Reino está hecho por los ayudantes, los cuales bien podrían estar encarnados por el lumpenproletariado, ya que conservan, en su progresivo y constante movimiento especular al de la historia, todo aquello inconcluso, incompleto, etc... Portan en sí los trozos perdidos de los horizontes que no pudieron ser, y así, traducidos, no trascienden más allá del mero paraíso perdido. Los ayudantes, los traductores, conspiran sin saberlo contra sí mismos conservando con la esperanza aquellos añicos dorados de luchas pasadas.

Continuando, la parodia, a diferencia de la literatura, tiene un uso drástico de la ficción. Mientras la segunda parte del "como si", la parodia se ejerce desde el "como si no" exponiendo así la relación, la tensión, que se da entre la palabra y la cosa. La paródica italiana, los escritores italianos, como menciona Agamben, manifiestan, por igual, amor y odio por su lengua, manifestando de esta forma no sólo un carácter creativo basado en lo grotesco, lo oscuro, e incluso pornográfico, sino que a la par tratan de captar aquello que puede una ficción, lo que mueve de real la misma. La parodia es a la literatura lo mismo que la para-ontología lo es a la ontología; se habla desde el lugar del sin sentido, de la aporía, de las contradicciones insuperables, de la lógica del silencio (tocada por el dispositivo psicoanalítico de la clínica). La parodia es la burla y el luto del sentido, la literatura y la ontología. La parábasis, según Escalígero, consiste en, precisamente, romper la cuarta pared, interpelando al lector o la audiencia, generando un lugar atópico y compartido, una isla perdida en mitad del océano.

Se asevera, en el siguiente, que el deseo se define por las imágenes, por el cuerpo que hagamos con ellas. Es en esas imágenes dónde se conserva su no realización, el limbo. Pero es en la realización del deseo donde el infierno se hace con la presencia. La palabra puede coartar la aparición de los deseos imaginados, a la par que hacer el intento de traducirlos, como dirá Agamben, brutalmente. En este escueto texto Agamben perfila cuestiones de largo recorrido: las vinculaciones entre lo simbólico, lo Imaginario y lo real, aunque ciertamente señale los inconvenientes de la realidad y el yo frente al Genius o lo real del deseo, es decir, el goce. De todas formas, este capítulo sirve de introducción al siguiente: "el ser especial".

En este séptimo tramo establece una diferencia entre el ser de generación y el sustancial. La imagen, el reflejo en el espejo para los filósofos medievales, es un accidente, por ende, no sustancial. Esta imagen accidental se encuentra en el sujeto haciendo de este algo carente de ser, de substancia. Otra característica de la imagen para los medievales es que no representa una cantidad, es decir, es un "como si" una especie de forma o imagen. "No es nunca cosa, sino que es siempre y solamente una" especie de cosa"[1].

El ser especial, el medieval, es insustancial. Aun así, su ser es mera presencia, visibilidad. Es el resultado de la insustancialidad que coincide con la imagen, la cual no nos pertenece[2].

Otro factor interesante de la imagen fugaz del ser especial se encuentra en el hecho de que "si se dilata indefinidamente el intervalo entre la percepción y el reconocimiento, la imagen es interiorizada como fantasma y el amor cae en la psicología"[3]. Este intervalo, entre percepción de la imagen (especular) y reconocimiento de la misma (como algo impropio y distinto) es llamado "amor" por los medievales. Lo cual nos recuerda al Genius, lo cual podríamos derivar de esta asunción que el amor propio bien es, precisamente, por el reconocimiento de lo impropio en nosotros, siendo la imagen, la captura, algo que el Genius no busca.  

Esta imagen, esta máscara, ajena al Genius, puede ligarse con la sustancia mediante la hypostasis[4]. Así, "la persona es la captura de la especie y su anclaje a una sustancia para hacer posible la identificación"[5] capturar la especie es tarea del dispositivo.

La Especie es aquello que pertenece a lo común, la sustancia y las varias formas de enlace con esta, pervierten, embrutecen, las propiedades que hacen de la especie aquello común, es decir, aquello a lo que todos pueden acceder.

Saltando al siguiente capítulo, Agamben señala que el autor, si es un gesto, es precisamente porque él mismo se ha desplazado del dispositivo-autor, de una biografia, de un archivo. El gesto es precisamente aquello que queda en los márgenes del archivo, palabras, gestos, etc., que indican no tanto una identidad, una sustancia, sino más bien una Red difusa que conforma una ética o una forma de vida[6]. Su autoría se ha puesto en juego. Dirá que "una vida ética no es simplemente la que se somete a la ley moral, sino aquella que acepta ponerse en juego en sus gestos de manera irrevocable y sin reservas. Incluso a riesgo de que, de este modo, su felicidad y su desventura sean decididas de una vez y para siempre"[7]. Lo cual, recuerda a la experimentación que proponían Deleuze y Guattari en Mil Mesetas, aquella que, conduciéndose con prudencia, poniendo un límite, una distancia, podía tomarse en lo real.

Tocando la vértebra que nombra y recorre el libro, Agamben asevera que profanar es restituir al libre uso de los hombres[8]. Mediante el sacrificio, el dispositivo de la religiosidad, separa, diferencia de la esfera de lo humano, lo común, a lo sagrado o divino. La profanación restituye la esfera primigenia, la humana[9]. De este modo, la religión se encarga de mantener esta esfera de separación, atenuando la presencia de lo profano reduciéndola a mero uso instrumental del cual se servirán cuando llegue el sacrificio[10]. "Restituir el juego a su vocación puramente profana es una tarea política"[11].

Ante esto señala que “si hoy los consumidores en las sociedades de masas son infelices, no es solo porque consumen objetos que han incorporado su propia imposibilidad de ser usados, sino también -y, sobre todo- porque creen ejercer su derecho de propiedad sobre ellos, porque se han vuelto incapaces de profanarlos”[12]. Queda manifiesta, tras la separación, la imposibilidad del uso, de ser habitado o de ser experimentado como algo común, provisorio como el ser supremo en la edad media. Ya no responde a un fin, es puro medio[13],

Agamben señala que cuando se desvela una intransigencia, un ofrecimiento como medio, impasible, como la expresión de la una estrella porno durante una escena, se reduce ella a puro medio, profanando lo sagrado de la producción porno cinematográfica. Así, el potencial de la profanación, lo encontramos en el destape, durante la transición por lo cotidiano, de la despersonalización que supone la hipostasis[14]. Dicho de otro modo, desvelar la separación y quemar la falsa pantalla que hace de soporte para dicho medio.

En el último capitulo del libro, prosigue con la cuestión de la imagen y su futilidad, su transitoriedad reforzando lo que ya venía aseverando en los capítulos previos. 

El lector hallará en estas páginas, más que una muestra de erudición, un ejercicio, un gesto, con el cual Agamben, secretamente, influye en el Genius e invita a profanar aquello que, en buena medida, en la cotidianeidad, se nos presenta como sacro, separado, celoso, permitiendo rebajar ese Otro a un otro.



[1] Agamben, Giorgio (2005) Profanaciones (trad. Flavia Costa & Edgardo Castro) Argentina: Ed. Adriana Hidalgo, p.72

[2] Ibid., p.73

[3] Ibid., p.74

[4] Ibid., p.76

[5] Ibid.

[6] Ibid., p.89

[7] Ibid., p.90

[8] Ibid., p.97

[9] Ibid., p.98

[10] Ibid., p.99

[11] Ibid., p.101

[12] Ibid., p.109

[13] Ibid., p. 112

[14] Ibid., p.118