Delirios de simpleza


La pretendida pulcritud del proceso democrático se ve atropellada cuando la negatividad emerge. Ya sea con el sabotaje de mítines ultras, fascismos encarados a cara perro, o el reciente “no es correcto señor Feikjo” de Silvia Intxaurrondo, la oscuridad hipercompleja de nuestros tiempos se manifiesta elevando el discurso.

Las resistencias temerosas y fascistoides ante un punto de fuga que eleva la normalidad cosmológica de la semiótica cotidiana obliga a aquellos que se hacen grandes en el UNO a replantear su psicologismo político. Los delirios de simpleza propios de los machacas del capital conservan una serie de rasgos distintivos de un estadio memético retrasado, donde la ley de la violencia busca emerger bajo cualquier pretexto.

La realidad es que el contrapeso de derechas, ante su ausencia, lo encarna aquel partido de centro-izquierda con tal de conservar cierta representación del poder que el denominador común bloomesco ansía. Pero, ¿alguna vez hemos dejado de querer el poder?

Foucault nos advertía que no nos enamoráramos del poder pero no que lo elimináramos de nuestras vidas. La ya mencionada asepsia democrática no es más que una ilusión proveniente de la razón moderna, al igual que la objetividad meramente sostenida por una intersubjetividad, que aun demostrable ante los ojos de los demás (el lodazal laboratorio infernal de Flippy) no cesa de imponer una utopía de esterilidad positivista, valores que entretejen una teleología. Ante esto, aparece Foucault (entre otros) para periodizar la constante guerra cultural y tomar posiciones o creárselas mediante cuerpos heterónomos.

La fuerza del punk y el ska no dio abasto en su gesto reactivo absorbiendo la fuerza nihilizante de las clases bajas y el lumpen, proyectando incendiarias demostraciones de ironía virulenta que, nuevamente, se erigen como lugar de poderío. Lo interesante viene más tarde con el post-punk que recoge el testigo en llamas para quedarse con el baile erótico del fuego. Este erotismo del poder, oscuro, vacilante y voraz, es la contracara de un mismo movimiento reactivo consciente de su propio estatuto: el núcleo sepulcral del poder.

Tras danzar con la muerte, un canto nostálgico de algo desconocido que se perdió entre la bruma del hiperconsumismo y el prime time ha venido dándose un batiburrillo propio del arrasado y desterritorializado espíritu humano. ¿Dónde nos hallamos a estas alturas tan bajas? Una mala gestión del poder y sus figuras.

La hermosura beligerante que desprenden las manifestaciones LGTBIQ+ o las mareas violetas de millares de feministas colapsando las arterias principales de las grandes ciudades es la orgullosa asunción de una complejidad mayor, de una necesaria fragmentación del poder e incluso fractalización del mismo. Drags, puños en alto, tecno-ácido, espíritu comunal, la alegría del encuentro…

El poder muta hacia nuevos parapetos donde la libertad que se ansía cuanta con la complejidad del entramado desiderativo de dividuos cuyo lugar de enunciación abandona paulatinamente la libertad de para dotar un presente en el que haya libertad para.

En las elecciones, por lo que vemos, no solo está en juego un partido u otro sino el aumento de flujos de poderío que alimentan una consecuencia evolutiva del pensamiento acorde con la era cibernética que ya forma, aun con sus peligros y estupideces, parte de nuestro día a día.

Lo que en su día era considerado delirio de grandeza, ahora no es más que el reducto de una compleja simpleza irreflexiva.  


Juan Iturraspe, 19/07/23