Éxodos y ocupaciones


La especie humana ha mostrado, desde su más tierna infancia, una atracción especialmente intensa por las desafiantes travesías y, en particular, por aquellos héroes que se atrevieron a abandonar la tierra firme y a desafiar los inexplorados mares o los más inhóspitos accidentes de la tierra. Tal vez Ulises, el Quijote y Gulliver —por mencionar sólo tres figuras—no fueron más que la encarnación de esta pulsión aventurera que nos interpela a cada uno de nosotros, invitándonos a dejar nuestras cotidianeidades atrás y a arrojarnos a ese mundo que nos aguarda con sus sirenas, sus cuevas encantadas y sus inmaculados amores.

Y, sin embargo, en este momento tan colectivo que nos atraviesa, me interesa menos recordar a esos héroes individuales —esa paradigmática estructura de la epopeya que llega hasta nuestros días— y más a los éxodos colectivos. Es cierto que podría servirme del ejemplo clásico que encontramos en el texto bíblico, aquel en el que se narra la travesía del pueblo hebreo liderado por Moisés hacia la Tierra Prometida, pero cierto capricho me lleva a recordar otro éxodo, ocurrido en la segunda mitad del siglo XVIII. Thomas de Quincey, en su breve relato titulado La rebelión de los tártaros, narra la historia del éxodo de los tártaros calmucos desde Rusia hasta las fronteras con China. Para los fines de este artículo, poco importan las motivaciones reales del éxodo; nos interesa destacar la solución colectiva encontrada a un conflicto político: cerca de 300.000 personas —las estimaciones son tan imprecisas para la estadística como indiferentes para la imaginación— deciden abandonar sus casas, sus campos, sus animales y huir colectivamente hacia un incierto destino que promete las delicias del paraíso y rechaza las hieles del mundo. No pensaba contarlo, pero lo haré: casi todos mueren en las frías estepas asiáticas.

Hubo un tiempo —tiempo de Imperio, tiempo de multitudes— en el que aquellos que nos autodefiníamos «de izquierdas», «progresistas», «los de abajo» imaginábamos la emancipación como un éxodo aceleradísimo, como un perpetuo fluir, como una aventura desterritorializada — argüían, sin dejar de masticar, trabajosamente, unas galletas tan secas como excesivas. Nos decíamos: estos son nuestros amigos, pero tenemos otros en Londres, en Yakarta, en Cochabamba; este es nuestro trabajo, pero estamos sólo de paso, para juntar un dinero e ir tirando; este es nuestro barrio, pero en cuanto empiece a cobrar como merezco, me mudaré a un sitio mejor…

Mientras tanto, ellos —dejo a otros el juego de los significantes— cuando viajaban o se iban de estancia universitaria o salían a la aventura sin destino predeterminado, sabían que volverían a casa. Porque España siempre fue su casa. Mientras tanto, ellos no necesitaban ingeniárselas para reinventar la lengua, abrirse a las otras lenguas, morderse la lengua, porque sabían que, en todo caso, es el subalterno el que no puede hablar. Esa gran casa que es España era de ellos y, como honorabilísimos anfitriones que siempre serán, ellos te podían invitar si aceptabas la legitimidad incontestable del reparto de las partes. Así, ocuparon nuestro espacio, nuestro tiempo, nuestra lengua y nos concedieron el permiso de residencia, ese vil carné de extranjería, en nuestro propio suelo.

Pero estos días, los de nuestros éxodos (imaginarios) y sus ocupaciones (reales), están llegando ahora a su fin. Estamos obligados, nosotros —dejo a otros el juego de los significantes— a dar la batalla por reterritorializar las luchas políticas, reocupar nuestros barrios, recuperar la dignidad de nuestros trabajos… en definitiva: estamos obligados a volver a casa.

 

 David Cardozo Santiago, 21/07/23