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Mentiríamos si dijéramos que volvemos tras el parón de estos meses. Es más, ¿realmente nos detenemos llevando encima esos dispositivos en constante funcionamiento? Excelente funcionamiento… La desconexión es imposible cuando cada acontecimiento es EL acontecimiento. Obsesionados por hacer HISTORIA, nuestra posibilidad de evitar el ruido parece mermada.
La tarea del traductor es la más clásica, la más preciada y por todos lados repudiada. Al traducir se escucha y repite el sonido que no termina de ser del todo propio. Es un vehículo, pero también una vía para la palabra. Esta ambivalencia nos coloca entre la escucha y la pronunciación, entre dos tierras de incomprensión de un espacio constantemente unificado. No solo en esos sistemas de repetición que hallamos en redes sociales o medios de comunicación sino en el sostén que hacemos de ellos, manteniendo viva la llama de luchas cada vez más alejadas de nuestra vida en común. ¿Qué pasaría si, por un momento, dejásemos de pelearnos por cosmologías políticas identitarias, en escenarios diseminados y delicadamente manufacturados por el PMC, si paráramos un momento y nos diéramos cuenta de qué carajo estamos haciendo? No tenemos ni idea, pero al menos daríamos una oportunidad a la otra cosa, a ese presente siempre nuevo, aquella intimidad que no quedó prendada por la política, una breve exigencia por ceñirse a la letra proveniente de otro lugar, ahí...
Se han de buscar los puntos flacos de las máquinas acopladas orgánicamente que nos conforman en la ilusión de ser alguien y no al menos uno. Romper el hechizo de ser algo más que un discurso buscando gozo por doquier antes que aflojar las tuercas del decir mundano irreflexivo, recuperando cierta agencia a través del instante en el que decidimos seguir adelante y con qué ficción alucinante. De aquí para allí, el kaos que se nos presenta parece tan real que fuera de las redes nada lo es. La masacre de Gaza sirve en occidente para difuminar la fascistización que nos rodea. No es solo en el apoyo de Macrom a los conservadores donde se vislumbra la bestia, sino también en el “I HATE TAYLOR SWIFT” tuiteado por Trump o en la advertencia de Musk donde la forma se ha comido la decencia. La embestida del capital sobre el poder político parece inevitable ¿Cuándo no lo ha sido?
La violencia se manifiesta por todas partes. Sigue en todas partes. ¿De cuáles podemos hacernos cargo? ¿Cuáles son nuestras batallas diarias? Y, no menos importante, ¿estamos diciendo las palabras ponzoñosas en los palacios de cristal o solo damos señales de canteras de odio cobarde y orgulloso? ¿Hemos cercenado nuestra mirada a la pupila o hemos empezado a explorar las ramificaciones esquizo-paranoides del iris? Canalizados por lo intangible, la impotencia que podría despertar cualquier atisbo de insurrección parece desvanecerse. No obstante, es en esa invisibilidad de lo desconectado lo que permite al discurso infiltrarse. Empujados a una marabunta de posts diarios. La “dictadura” bolivariana es la excusa para que no veamos la aprobación del uso de misiles de largo alcance de Ucrania frente a Rusia. Protegidos bajo el cinismo de occidente, nuestro palacio de cristal nos permite ver y escuchar la deshumanización que llevamos a quienes no son de los nuestros.
James Baldwin, cuando periodistas le venían con cuestiones trascendentales, "existencialistas", provenientes de un simulacro universalista, solía ponerlos contra las cuerdas, contra ese absurdo de la vida, frente a la muerte, frente a su propia muerte. Preguntar desde allí implica reconocerse sin la bolsa en la mano y con un tiempo incalculable por delante. El rey está desnudo y lo sabe, por eso puede juzgar a quienes dicen la verdad y quienes mantienen las apariencias. ¿Qué es lo real? Videos, sonidos y palabras contradictorias son emitidas de inmediato a una velocidad inalcanzable difuminando lo falso en lo verídico. La razón muta y es manufacturada sin problemas. Las fake news marcan el debate político, porque no hay nada que debatir. De un lado y de otro comparten una misma agenda contra todo aquello que pueda resistir su idea de progreso.
Hemos vuelto a las andadas de las que ya no podremos salir, solo transformar las cadenas que nos atan a modos de vida cuyos derroteros se sustentan con culpa y sacrificio. Ambientados por un trabajo que no entendemos, nuestras cuerdas nos mantienen en escritorios con informes que tampoco reconocemos. Trabajar, trabajamos más que nunca. ¿Producir? ¿Quién sabe? Tal vez, se produzca algo. En derredor reina la moral del esclavo, anulando cualquier atisbo de vida con tal de mantener lisas las diferencias, colores planos sin textura. ¿Acaso es ese el mal que no cesamos de escoger? ¿Son estos los medios de tortura con los que cumplir condena por… estar viv_s? ¡Muerte al trabajo! ¡No! Estas teodicedas seculares no hablan de mí ni de ti aunque las repitamos cien mil veces. Hacer honor a nuestra nada es lo que nos define, es lo que nos distancia cautelarmente del Estado pero sobre todo, nos permite seguir las pistas de las hienas babosas que dejan su rastro mientras que, con su risa cínica, engatusa a cientos de potenciales revolucionarias.
Es difícil reconocerse en otro lugar, pensando otras cosas, actuando en otra función, pero no imposible. Tal vez tardes un poco: años, una década, más no debe desalentar la duración de la transformación sino la alegría, de al menos minutos, horas, incluso segundos, viviendo otra vida posible. Si va de imaginarios, la escenografía del futuro es de los desalentad_s que nos movemos fingiendo una productividad diaria que todos conocen irrisoria. Desconocemos esas duraciones y máquinas, pero tenemos la ligera intuición de que ya ronda entre nosotr_s, cualquiera, animales también, árboles… Ese resto impensado, inimaginable, palabras o más bien fonemas que contienen la fuerza permutable hacia esos lugares de enunciación. Contrarrestarlos, para el imperio, supone un gasto inmenso, tremendo, ¿se puede hablar de ineficiencias cuando todo el aparato productivo sigue en pie? Las nuevas variables aparecen y en las estructuras de costes de los agentes, el caos de allí o aquí son calculados como propios. Si nos quitan el sindicato, recuperaremos la ficción.
Amad vuestros días, si lo hacéis lo suficiente, si lo hacemos lo suficiente, tod_s a la vez, con unos días o semanas de márgen, todo se irá al garete. Tendrán que venir a nuestras casas y forzarnos a trabajar, desvelando la función subterránea, lo obvio, de esta forma de vida. ¿Qué pasaría entonces? Nadie puede ocultar que no entiende lo que hace en su jornada laboral. Recuperar lo nuestro, lo que nos quieren arrebatar.
La resaca postvacacional se convirtió en un mito que, de vez en cuando acaece en alguna conversación justificando, ahora sí, esa tristeza que no nos ha dejado de acompañar desde que encontramos ese trabajo para mantener esa casa, ese piso, esa relación, esa normalidad psíquica, esa suscripción, ese niñ_ cagad_ y mocos_, esos lazos de sangre, esos “caprichitos”... Heaven knows i’m miserable now. La atribución de causas a sentires puede ser la puerta a una comunalización afectiva, pero ¿crees que la “depresión postvacacional” puede ser uno de los aquelarres con los que invocar una internacional proletaria? Rápidos y raudos, en su momento del boom fueron los medios de comunicación quienes absorbieron, como de costumbre, lo trending, para normalizarlo, para pulirlo, para darle un lugar estable, tapando las fugas, los puntos y líneas por los que desbordar una sociedad que avanza maniatada hacia no se sabe muy bien qué. Cuando definen la “normalidad” definen los actos de secuestro y usurpación por los cuales el ciudadan_ no tiene más derecho a poseer que a querer poseer. Tal vez, fuegos insurreccionales, llamamientos globalistas, huracanes rojos cargado de electricidad y material danzante sean nuestros pero no lo sepamos simplemente por la oscuridad que los cubre. La acumulación de miseria y la proliferación de cámaras todo forma parte de un modelo de gobierno que huye de lo humano.
Seguimos, porque aún escuchamos el dolor enmudecido del reloj de arena secuestrado.