Sobre verdad y mentira en sentido extrapolítico. Notas de campaña

En un texto del año 1873, titulado Sobre verdad y mentira en sentido extramoral [Über Wahrheit und Lüge im aussermoralischen Sinne], Friedrich Nietzsche ponía el dedo en la llaga al describir la relación de los hombres —y mujeres, agregamos nosotros— con la verdad y la mentira en los siguientes términos: «los hombres no huyen tanto de ser engañados como de ser perjudicados mediante el engaño; en este estadio tampoco detestan en rigor el embuste, sino las consecuencias perniciosas, hostiles, de ciertas clases de embustes». Si aceptamos esto, la verdad no podría constituir el fin más alto de la humanidad, sino más bien una herramienta puesta ahí para la evitación de las «consecuencias perniciosas» del engaño. Llegamos así al descarnado apotegma antropológico extraído por Nietzsche: «El hombre nada más que desea la verdad en un sentido análogamente limitado: ansia las consecuencias agradables de la verdad».

De la redacción del texto nietzscheano han pasado exactamente ciento cincuenta años y, sin embargo, la campaña electoral española parece estar afirmando la vigencia de las lecciones del filósofo alemán. Y esto no es sólo —ni fundamentalmente— porque los candidatos, sus portavoces y los periodistas nos mientan constantemente (esto ha pasado siempre y en todos los países y, de tan sabido por todos, no merece mayor análisis); lo que huelga preguntarse es ¿qué relación tiene el electorado —en este caso, el español— con la verdad? ¿Demanda la ciudadanía un contrato político fundado en la verdad o, al menos, en el decir veraz de sus representantes para con sus representados? ¿O acaso exige únicamente las consecuencias agradables de la verdad y está dispuesta a renunciar a ella siempre que sus consecuencias sean perniciosas?

Los estudios demoscópicos —esa técnica a medio camino entre el oráculo y la estadística— llevan semanas desnudando una verdad tan dura como ineludible; a saber, que existen sólo dos sumas que podrían alcanzar la mayoría parlamentaria necesaria para gobernar: la del Partido Popular (PP) con Vox, o bien, la del Partido Socialista (PSOE) con Sumar, Esquerra Republicana de Catalunya (ERC), el Partido Nacionalista Vasco (PNV) y EH-Bildu. Si analizamos el proceder de los candidatos del PP y del PSOE, podemos inferir que ambos son conscientes de que una porción nada despreciable de su propio electorado se niega a prestar oídos a esta incontestable verdad. En el caso del PP, Núñez Feijóo se entrega a los ripios malabares de la

retórica para negar que los pactos con Vox serán una conditio sine qua non para llegar a formar gobierno; en el caso del PSOE, Sánchez no parece dispuesto a reconocer que necesitará de los apoyos —afirmativos o en forma de acordada abstención— de ERC y de EH-Bildu.

De un lado, el votante conservador del PP, ese que todavía cree que se puede poner un dique capaz de contener al tiempo y no se atreve —repito: todavía— a mirar a los ojos a la gorgona: el (neo)franquismo golpea su ventana como aquel cuervo negro evocado por Poe. Del otro, el votante —también conservador— del PSOE, que parece no estar dispuesto a asumir la plurinacionalidad de eso que se ha dado en llamar España (en singular) y, sobre todo, el hecho de tener que gobernar con aquellos que quieren dar la postrera estocada a aquello que ya lloraron los rapsodas de la Generación del 98´, la integridad territorial, no le deja dormir por las noches (reminiscencia de una metáfora de otros tiempos, de otras campañas ya olvidadas).

Llegados a este punto, a este cierre necesariamente provisional, me asaltan las palabras de otro pensador clave para nuestra contemporaneidad política, el ginebrino Jean-Jacques Rousseau, quien en sus Consideraciones sobre el gobierno de Polonia, advertía: «A ellos [se refería a los polacos] les gustaría combinar la paz del despotismo con las mieles de la libertad. Me temo que persiguen cosas contradictorias. Reposo y libertad me parecen incompatibles: ¡hay que elegir!».

La verdad y la libertad son dos pilares fundamentales de nuestras democracias desarrolladas y, en consecuencia, no le está permitido a una ciudadanía madura dar la espalda ni a las consecuencias perniciosas de la verdad ni a las fatigosas cargas de la libertad. En estas próximas elecciones, las del 23 de julio, toca nuevamente elegir entre la «paz del despotismo» —ni siquiera esto consiguen— o las «mieles de la libertad».

Que nadie diga, un lustro después, que no fue advertido…


David Cardozo Santiago, 12/07/23